Por: Sergio Cote
¡Qué más punkero que eso!
Confieso de entrada, que empatizo muy fácilmente con estas voces barítonas bajas, como de ultratumba, a las que tal vez uno se aproxime accidentalmente después de una noche de elevadas dosis de aguardiente, de cigarros fumados ya solo por fumar y de escasas horas de sueño. Tal colorcito de voz –si es que el término cabe, pues no soy experto en esa materia– me evoca algo así como el cansancio que siempre rodea al que aterrizó en esta vida sin saber muy bien por qué y se la pasa formulando preguntas incómodas a gente que, en general, le vale tres centavos cuál sea la situación emocional del que interroga.
Tengo la ligera impresión que Leonard Cohen es una de estas personas que nació vieja, de aquellas a las que arrancarle una sonrisa siempre resultó difícil, que sus primeros balbuceos eran ya reclamos, quejas, inconformidades en relación con una cantidad infinita de temas para los que nunca encontró respuestas; ¡qué más punkero que eso!
El álbum Songs Of Love And Hate fue concebido a sus treinta y seis años pero se asemeja más a la vociferación de un anciano que ha estado en mil batallas, que le ha pasado un camión por encima y de milagro sobrevive para seguir “dando lora”, para recordarnos lo que ya todos intuimos: que la vida no es precisamente un camino de rosas.
A principios de la década de los 70, en la atrevida escena del Rock, se continuaban cerrando bocas con ejecuciones instrumentales majestuosas como las que hacían con la guitarra Jimmy Page, en Led Zeppelin, o Ritchie Blackmore, con Deep Purple. Obviamente el disco de Cohen no se trata de eso, casi que toda su discografía se toca con tres o cuatro acordes. El valor que tiene está dado por la intensidad de la lírica, por el ímpetu en la interpretación, por la posibilidad de recrear atmósferas melodramáticas que muchas veces se corresponden con viejos recuerdos, o con situaciones actuales; se trata, así lo percibo, de canciones compuestas en medio del placer, o en medio del dolor del autor, para luego trasladarle la carga emocional al oyente. Ya sé, eventualmente suene aburrido para el “thrashero” que, en dado momento, prefiera descargar más adrenalina moviendo la cabeza a toda velocidad, pero, en cambio, puede ser entretenido para el que disfruta con que se mueva una que otra fibrilla del alma en un ritmo más lento. En fin, dejemos a un lado la cursilería que no es mi estilo.
El diálogo que sostiene Juana de Arco con el fuego que la incinera en la última canción del disco “Joan Of Arc” es genial, como también lo son las venas brotadas que le hablan al maltrecho personaje que se afeita en “Dress Rehearsal Rag” –claro, la seducción del suicidio siempre será una gran temática–; o el mechón de pelo con que se aparece Jane en el apartamento de Cohen en la maldita Nueva York de la segunda mitad del siglo pasado en “Famous Blue Raincoat”.
Leyendo alguna cosa por encimita antes de sentarme a escribir esto, encontré que a la crítica el álbum les resultó monotemático, repetitivo, que todas las canciones se parecen entre sí. Bueno, en total dura cuarenta y cuatro minutos, ¿qué son cuarenta y cuatro minutos en los trece mil millones de años que lleva el universo? La verdad, yo no lloraría tanto, o sí, pero justamente por escuchar el álbum completo.
Aguanta mucho oírlo en una tardecita-noche lluviosa, como grisácea, charladito con dos o tres amigos (femenino incluido), acompañándolo con un amarillo, en una atmósfera medio entristecida a la que, quizás, en algo yo pueda contribuir. Ahora, si los amigos están muy embolatados, o están molestando mucho con lo del Coronavirus, también entra en solitario, siempre y cuando las demás condiciones se respeten.
Por último, aprendí que Cohen llegó a la música más bien accidentalmente. Lo suyo era la novela y la poesía a la que se dedicó inicialmente sin mucha audiencia. Aburrido de que nadie lo leyera, musicalizó sus composiciones y hoy tiene un lugar amplio en la historia del folklore musical global. Abrió un debate, en el que, por supuesto no me voy a meter a fondo, de pronto sí con un cafecito, acerca de si los géneros literarios deben estar reservados a las universidades y a las bibliotecas, o si es válido masificarlos –ensuciarlos, dirían los puristas– mediante estas canciones dirigidas a cualquier público. Yo solo cierro diciendo que mientras discutían sobre eso, Bob Dylan se les fue llevando un Nobel de literatura muerto de la risa. Por mí que se lo den también a Serrat o a Sabina o cualquiera de esos, nada me podría importar menos. Que en paz descanse señor Leonard Cohen.