El vino está bien pero el whiskey es más rápido

Por: Sergio Cote

Se me vienen a la cabeza pocos ejemplos de personajes que hubiesen adoptado con tanto éxito, el cinismo como postura existencial. Ozzy es uno de ellos: se permitió el lujo de ser echado, por borracho y problemático, de la banda más importante del metal que emergía de la decadencia inglesa de finales de los 60; se encerró en un hotel a embriagarse y a organizar el caos que le tocaba a la puerta de la habitación; vomitó en la cara de la industria musical el álbum que hoy reseño, que por cierto, nada tiene que envidiarle al “Heaven and Hell” que unos meses atrás lanzaron sus excompañeros —aunque reconozco que es una competencia muy por lo alto—; y hasta se inventó un reality show en el nuevo milenio, que nadie veía, acerca de cómo su familia lidiaba diariamente con su delirio.

La biografía de Ozzy representa, algo así como el problema de la cuadratura del círculo. Su vida es una paradoja. Por un lado, contribuyó muy juiciosamente (eso sí), a la construcción del estigma que hoy y al parecer por siempre, recaerá sobre las espaldas del Rock, de ser música de desadaptados sociales; pero por otro, impugnó la idea de que esos desadaptados no tenían porvenir y lo hizo comprimiendo su frenetismo en canciones, muchas de las cuales fueron manifiestos de generaciones descontentas que generaron magníficos réditos.

Blizzard of Ozz fue desde el inicio, una apuesta difícil. Eran muchos los escépticos, incluso el propio Ozzy no daba un peso por sí mismo. En 1980, cuando el disco se estaba concibiendo, él ya era un rockstar pero tenía el enorme reto de demostrar de qué estaba hecho y qué era lo que podía hacer sin los tres virtuosos que lo habían acompañado en su primera década de trayectoria (¿quién no iba a ser una estrella junto a Tony Iommy? Aquel maniático que se mochó parte de los dedos en un accidente en una fábrica y los remplazó con pedazos de goma antes que renunciar a tocar la guitarra...)

Estuvo muy a la altura del desafío. Se sirvió un trago y empezó a armar el equipo, oficio que convertiría en una empresa multimillonaria a partir de allí. Reclutó a dos treintañeros que sabían muy bien lo que hacían: el batero Lee Kerslake, que venía de Uriah Heep —una de las cuatro grandes bandas del Rock inglés junto a Zeppelin, Deep Purple y la misma Black Sabbath— y al bajista Bob Daisley, quien aprovechó la ocasión para reivindicar sus créditos en las composiciones líricas del Blizzard…, créditos que ha tenido que litigar en mil tribunales hasta que por fin le fueron reconocidos. Y, con certeza, el convocado más llamativo de todos: Randy Rhoads, un flacuchento que no había salido de la casa de sus papás, que no le gustaba Sabbath porque era muy oscura y pesada, y que estaba como diez años por debajo del promedio de edad del resto de la agrupación.

¿Y el resultado? Bueno, una de esas obras difíciles de explicar con palabras. Una sinergia real entre talentos disponibles. Ozzy capitalizó el vigor y la energía de Randy y lo complementó con el bajo y batería de dos músicos más experimentados que, sin ser los más virtuosos, sabían que se pueden hacer temas duraderos minimizando esfuerzos. No creo equivocarme si digo que la producción del álbum es muy buena. Como el más brillante era Randy, el sonido de su guitarra aparece en una especie de primer plano auditivo, y en el trasfondo, una batería y bajo más opacos con los que se ensambla la voz de Ozzy, que si bien está lejos de ser uno de los mejores cantantes del Rock, sí está muy cerca de ser uno de los mejores frontman. ¡No recuerdo a nadie más decapitando un murciélago vivo en pleno escenario!

Me interesa resaltar tres canciones, de pronto las más pesadas. Primero, Suicide Solution, que inicia acotando “wine is fine but whiskey's quicker”, en la que por allá al final se siente como si Ozzy te estuviera susurrando algo al oído. Anecdóticamente, un joven canadiense se voló los sesos escuchando la canción. Digo que es una anécdota porque es absurdo culpar de un suicidio a una canción, pero cuando a Ozzy le tocó explicarlo ante los jueces dijo que se había inspirado en Bonn Scott —primer vocalista de AC/DC quien recientemente se había envenenado a punta de licor—. Como siempre, Ozzy no tenía idea de qué estaba hablando, así que fue corregido por Daisley, quien escribió la letra, anotando que hacía referencia a la propia vida de Ozzy, descontrolada por aquella época.

Las otras dos: Mr. Crowley, sobre Aleister Crowley, muy al estilo Zeppelin, también obsesionados con todo el rollo del ocultismo y la magia negra; y la tercera, I Don’t Know -tal vez la que más ha sonado de este disco después de Crazy Train-, en la que Randy se solla tremendo solo de guitarra y muestra todo el potencial que tenía, posteriormente truncado.

La tragedia tiende a mitificar las piezas artísticas como vector contracultural. Randy Rhoads que es la estrella del Blizzard…, músico de conservatorio que nunca se tomó un trago, que amenazó con dejar la banda varias veces harto de los excesos de Ozzy, que lo único que quería era bajarse del Crazy Train en que se había montado e irse a estudiar música clásica a Inglaterra, murió en un accidente aéreo en 1982, mientras Ozzy continúa vivo cuarenta años después. Así, además de ser el primer gran registro del cinismo de Ozzy, Blizzard Of Ozz ha envejecido para convertirse en un clásico. Ahora, no sé si esté diciendo una locura pero este no es un álbum de Ozzy Osbourne y sus amigos, sino de Randy Rhoads y colaboradores, Ozzy simplemente fue su vocalista.

Feliz aniversario!